Era de
noche y salí del cine con mis amigos, caminaba por las calles con el mismo
ensimismamiento de siempre mientras seguía la conversación en segundo plano;
luego nos despedimos y yo continúe hablando conmigo mismo. Porque eso porque lo
otro, preguntas que yo mismo contestaba, es mi deporte favorito.
Caminaba por la plaza
central cuando algo llamo mi atención, no era alguna pareja feliz apachurrándose
en la oscuridad, ni algún ebrio tirado bajo una banca, como suele suceder y
evito observar porque esas preguntas ya las respondí a medias.
Me acerque a las jardineras enrejadas del
parque y me quede quieto varios minutos, dentro había un montón de perros
callejeros, de esos chuscos que todos patean y echan con agua durante el día, pequeños
grandes, lanudos, desnudos, viejos con años de experiencia en el vagabundeo y
recién paridos el verano pasado.
Uno blanco y lanudo como si fuera el recuerdo
manchado de mi perro de la infancia, que nunca murió, sino que huyo de casa
cuando ya se sentía viejo.
Podría ser él? Si me reconocería, correría
hacia mí, me lamería y me preguntaría a ladridos donde me había metido todos
estos años?, no, no me reconoció, no era aquel chucho.
Me quedé observado como quien presencia un
ritual pagano, todos esos perros, seis o siete, jugueteaban en el césped como niños
pequeños, los viejos y los jóvenes, jugando, correteando entre los arbustos,
dándose mordidas de cariño, reposando sus peludos cuerpos en la hierba, conversando sobre quien sabe que
cosas del día, con una alegría feraz.
Como si fuera el más
alegre de los días de campo, la versión canina de El jardín de las delicias, una pareja de
perros se apareaba furtivamente detrás de un arbusto, mientras otro pequeño los
observaba sin inmutarse, quedé hipnotizado por la inusitada irrupción de vida
en esa noche fría y urbana, luego aparecieron otros perros al otro lado de la
calle y algunos fueron corriendo su encuentro, los demás también se fueron quien
sabe a dónde.
La plaza quedó
desierta por un instante, solo un vigilante caminaba al fondo del a escena,
indiferente como todos los humanos, pensé que de todas
las capas de vida que coexisten en esta
ciudad, la de los perros callejeros debe ser la más honesta, subsisten a nuestras miserias, mendigan comida y
hurtan lo que pueden, pero siguen siendo
libres, mientras yo los observaba con plena envidia, sentía el frío en los
huesos, pero también una alegría intensa y por extensión tristeza.
Ya era tarde y era la única persona en la plaza, me fui a continuar la conversación conmigo mismo, y dormir, y vivir un poco, nunca tanto.
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