domingo, 14 de septiembre de 2014

Perros


Era  de noche y salí del cine con mis amigos, caminaba por las calles con el mismo ensimismamiento de siempre mientras seguía la conversación en segundo plano; luego nos despedimos y yo continúe hablando conmigo mismo. Porque eso porque lo otro, preguntas que yo mismo contestaba, es mi deporte favorito.

Caminaba por la plaza central cuando algo llamo mi atención, no era alguna pareja feliz apachurrándose en la oscuridad, ni algún ebrio tirado bajo una banca, como suele suceder y evito observar porque esas preguntas ya las respondí a medias.

Me acerque a las jardineras enrejadas del parque y me quede quieto varios minutos, dentro había un montón de perros callejeros, de esos chuscos que todos patean y echan con agua durante el día, pequeños grandes, lanudos, desnudos, viejos con años de experiencia en el vagabundeo y recién paridos el verano pasado.

Uno blanco y lanudo como si fuera el recuerdo manchado de mi perro de la infancia, que nunca murió, sino que huyo de casa cuando ya se sentía viejo.
Podría ser él? Si me reconocería, correría hacia mí, me lamería y me preguntaría a ladridos donde me había metido todos estos años?, no, no me reconoció, no era aquel chucho.

Me quedé observado como quien presencia un ritual pagano, todos esos perros, seis o siete, jugueteaban en el césped como niños pequeños, los viejos y los jóvenes, jugando, correteando entre los arbustos, dándose mordidas de cariño, reposando sus peludos cuerpos en la   hierba, conversando sobre quien sabe que cosas del día, con una alegría feraz.

Como si fuera el más alegre de los días de campo, la versión canina de  El jardín de las delicias, una pareja de perros se apareaba furtivamente detrás de un arbusto, mientras otro pequeño los observaba sin inmutarse, quedé hipnotizado por la inusitada irrupción de vida en esa noche fría y urbana, luego aparecieron otros perros al otro lado de la calle y algunos fueron corriendo su encuentro, los demás también se fueron quien sabe a dónde.

La plaza quedó desierta por un instante, solo un vigilante caminaba al fondo del a escena, indiferente como todos los humanos, pensé que de todas las  capas de vida que coexisten en esta ciudad, la de los perros callejeros debe ser la más honesta, subsisten  a nuestras miserias, mendigan comida y hurtan  lo que pueden, pero siguen siendo libres, mientras yo los observaba con plena envidia, sentía el frío en los huesos, pero también una alegría intensa y por extensión tristeza.

Vi al último perro, el pequeño marrón, perderse por la calle principal, quería ir con él, hablarle, escuchar atento, sobre los perros callejeros, sus códigos, sus clanes, sus amigos, sus historias.
Ya era tarde y era la única persona en la plaza, me fui a continuar la conversación conmigo mismo, y dormir, y vivir un poco, nunca tanto.

El fuego.