domingo, 9 de enero de 2011

Lecturas

(extracto de Déjame entrar de John Ajvide)

Sea.

Que sea lo que Dios quiera.
El rostro de Eli estaba a veinte centímetros del suyo. Su aliento olía raro, como la caseta en la que su padre guardaba chatarra. Sí. Eli olía... a óxido. La punta de un dedo le acarició la oreja. Ella susurró:

—Estoy sola. Nadie lo sabe. ¿Quieres?
—Sí.

Al instante pegó su cara a la de él, cerró sus labios alrededor del labio superior de Oskar y lo retuvo con una presión muy, muy suave. Los tenía calientes y secos. A él se le llenó la boca de saliva y cuando la apretó contra el labio inferior de Eli lo humedecieron, suavizándolo. Cada uno probó con mimo los labios del otro, dejándolos deslizarse, y Oskar desapareció en una oscuridad ardiente que fue aclarándose gradualmente, convirtiéndose en una gran sala, en el salón de un palacio en cuyo centro había una mesa alargada llena de comida, y Oskar...

... corre hasta los manjares, empieza a comérselos con las manos. A su alrededor hay otros niños, mayores y pequeños. Todos comen de la mesa. En uno de los extremos de la mesa está sentado un... ¿hombre?... una mujer... una persona con lo que debe de ser una peluca. Una enorme peluca le cubre la cabeza. La persona tiene un vaso en la mano, lleno de un líquido de color rojo oscuro, está confortablemente sentada, apoyada en el respaldo de la silla, da un sorbito del vaso y asiente con la cabeza animando a Oskar.
Los niños no paran de comer. Al fondo de la sala, contra la pared, Oskar puede ver a unas personas pobremente vestidas que siguen con inquietud lo que pasa alrededor de la mesa. Una mujer con un chal de color marrón cubriéndole el pelo está con las manos fuertemente entrelazadas sobre el estómago y Oskar piensa: «Mamá».
Después suena el tintineo de un vaso y toda la atención se vuelca en el hombre que está en el extremo de la mesa. Él se levanta. Oskar tiene miedo de ese hombre. Tiene la boca pequeña, estrecha y extrañamente roja. La cara blanca como la tiza. Oskar siente el jugo de la carne saliéndosele por las comisuras de la boca, un pequeño trozo de carne está a punto de salirse de la boca, lo detiene con la lengua.
El hombre alza una pequeña bolsa de piel. Con gesto huraño abre la cinta que cierra la bolsa y pone sobre la mesa dos grandes dados blancos. En la sala resuena el eco de los dados cuando dan vueltas y se paran. El hombre levanta los dados en la mano, los pone delante de Oskar y de los otros niños.
El hombre abre la boca para decir algo, pero en ese mismo momento a Oskar se le cae el trozo de carne de la boca y...

Los labios de Eli se retiraron de los suyos, soltó también su cabeza, dio un paso hacia atrás. Aunque le daba miedo, Oskar intentó volver a ver el salón del palacio otra vez, pero había desaparecido. Eli lo miraba intrigada. Oskar se frotó los ojos, asintiendo.

—O sea, que es verdad.
—Sí.
Se quedaron un rato así, callados. Luego Eli le preguntó:

—¿Quieres entrar?

No hay comentarios: